Nuestro lema en las Fuerzas Especiales:
“Matar parejo, que Dios separe los buenos de los malos”.
Teniente Robert Van Buskirk,
al mando del pelotón del operativo Tailwind[1]
Osiris, Isis y Horus fueron una importante tríada de dioses de la antigüedad egipcia. Osiris, dios de la vegetación y la agricultura, había tomado por esposa a su hermana Isis, diosa de la Luna, mientras que Horus era el hijo de ambos.
Seth odiaba el poder y la popularidad de su hermano Osiris. Mientras éste se encontraba en otros países pensó un plan para asesinarlo junto con otros setenta y dos conspiradores y la reina Aso de Etiopía. En forma secreta obtuvo las medidas exactas del cuerpo de Osiris y fabricó un cofre de madera, valiosamente adornado, como un Rey se merecía y en el que entraba perfectamente el cuerpo de su hermano. Tras el regreso de Osiris, Seth decidió –al modo de un Procusto de la antigüedad– dar un gran banquete en honor a su hermano. Isis, enterada de la posible conspiración advirtió a Osiris, pero este no vio nada malo en acudir al banquete. La fiesta, a la que habían asistido todos los conspiradores, fue muy importante; las mejores comidas y bebidas y los mejores bailes de todo el reino.
En un momento de la fiesta, enseñando el cofre, Seth dijo de una manera amable: “Daré este cofre a aquel cuyo cuerpo encaje perfectamente en él”. Los invitados fueron probando uno a uno si su cuerpo encajaba dentro del cofre, pero ninguno lo obtuvo porque para unos era largo o corto y para otros demasiado ancho o estrecho.
Osiris, maravillado por la grandeza del oro y maderas y por las pinturas que lo adornaban, acercándose a él dijo: “Permitidme probar a mí”. Osiris lo probó y viendo que encajaba afirmó: “Encajo y será mío para siempre”, a lo que Seth respondió “Tuyo es, hermano y de hecho lo será para siempre” y cerró la tapa bruscamente, clavándolo luego con ayuda de los invitados y sellándolo con plomo fundido. El cofre fue transportado hasta el Nilo donde lo arrojaron y Hapi, el dios del Nilo, lo arrastró hasta la costa fenicia, junto a la ciudad de Biblos, donde las olas lo lanzaron contra un arbusto de tamarisco, en el que quedó incrustado. El arbusto creció y se convirtió en un gran árbol con el cofre encerrado en su tronco.
Rápidamente por las tierras del reino se corrió la voz de la grandeza del arbusto y el rey Malcandro lo hizo cortar para hacer con él la columna principal de su palacio.
Isis, enterada de la traición de Seth, se propuso encontrar el cadáver de su marido para darle sepultura, digna de un dios, y partió en su busca junto a su hijo Horus, encontrando refugio en la isla de Buto en la que vivía Uadyet, y le confió a Horus, temiendo que el odio de Seth acabase con la vida de su hijo de la misma manera que había terminado con la de su esposo.
Isis buscó intensamente el cuerpo de Osiris, preguntando a todos los que veía, pero nadie conocía el paradero del cofre y la magia que Isis poseía no tenía efectos en tales circunstancias. Pero encontró a unos niños que jugaban en la ribera del río, quienes la informaron de la rama del Nilo por la que había llegado el cofre al mar. Además Isis descubrió meliloto en la corona que Osiris había dejado cerca de Neftis, signo inequívoco del comercio que éste había mantenido con su hermana Neftis, a quien confundió con la misma Isis. De esta unión nació Anubis a quien Neftis había escondido al dar a luz por miedo a la posible venganza de Seth. Isis, guiada por perros, le encontró y alimentó y desde entonces Anubis se hizo su guardián y acompañante.
Más tarde, solicitando siempre la ayuda de los niños, Isis averiguó que el cofre había llegado hasta la localidad de Byblos, noticia que le había sido transmitida por un viento divino. Llegó a esa ciudad y se sentó en la orilla del mar. Las doncellas de la reina Astarté, esposa de Malcandro, llegaban cada día al río a bañarse e Isis, a la salida del baño, les enseñó cómo peinarse, trenzando sus cabellos, y las perfumó con las fragancias que emanaban de su cuerpo. Cuando las doncellas regresaron a palacio su señora quedó maravillada por sus nuevos peinados, hasta entonces desconocidos, y por las fragancias con las que habían sido ungidas. Las doncellas le relataron su encuentro con una mujer que se encontraba en la orilla, una mujer solitaria y triste que las había peinado y perfumado con sus fragancias. La reina mandó a buscarla y le propuso a Isis que sirviese en el palacio cuidando de su pequeño hijo, que se encontraba débil y enfermo, al borde de la muerte. Isis aceptó diciendo: “puedo hacer que este niño sea grande y poderoso, pero lo haré con medios propios y nadie debe interferir en mi obra”. Poco a poco el niño fue creciendo aunque Isis no hizo más que darle a chupar su dedo, en lugar de sus pechos.
Isis, que sentía gran afecto por el niño, decidió hacerlo inmortal, quemando sus partes mortales. Por la noche ponía grandes troncos en el fuego y arrojaba al niño a las llamas; después adoptaba la forma de una golondrina, iba a posarse en la columna y lloraba la pérdida de Osiris.
La reina preguntó a sus sirvientes si conocían qué hacía su amiga para que el niño se hubiese restablecido de esa forma, pero nadie conocía el secreto de la diosa. Una noche, ávida de curiosidad acudió a espiar a Isis y al ver a su hijo en las llamas, la reina lanzó fuertes gritos. Con este acto eliminó la acción mágica de Isis, privándole de la inmortalidad.
Isis entonces pronunció las siguientes palabras: “¡Oh madre imprudente! ¿Por qué has cogido al niño?, sólo unos días más y todas sus partes mortales habrían sido destruidas por el fuego y, como los dioses, habría sido inmortal y joven por siempre”. En ese instante Isis adoptó su verdadera forma y la reina advirtió que se encontraba ante una diosa. Los reyes ofrecieron a Isis los mejores regalos que podía imaginar, pero ella sólo pidió una cosa: la gran columna de tamarisco que sujetaba el palacio y todo lo que en él estuviese contenido.
La petición era ambiciosa porque la sala más grande de Biblos quedaría destruida. El rey dio su aprobación. Cuando le ofrecieron la columna Isis la abrió, sin ningún esfuerzo, y tomó el cofre, devolviendo el pilar al Rey cubierto por una fina tela ungida en esencias y flores.
Cuando Isis recogió el cofre que contenía el cuerpo difunto de su marido, se estremeció, dejándose caer sobre él y de ella emergió un lamento tan profundamente agudo que el más pequeño de los hijos del rey quedó como muerto en ese mismo instante. Isis cargó el cofre en un barco ofrecido por el rey y partió hacia Egipto en compañía del hijo mayor del rey. En la travesía a lo largo del río Fedros soplaba un viento extremadamente fuerte y violento. Isis, en un momento de irritación, desecó el curso. Isis decidió abrir el cofre que contenía el cuerpo de su marido, a quien besó, pero el príncipe se encontraba cerca observándola. Isis lo descubrió y fue tal la mirada que surgió de sus ojos que el hijo del rey falleció en el momento.
A su llegada a Egipto, Isis escondió el cofre en los pantanos del Delta y acudió a Buto en busca de Horus. Seth, que se encontraba cazando jabalíes una noche, encontró, por la luz de la Luna, el cofre y lo reconoció. Encolerizado por el hallazgo lo abrió, tomó el cuerpo de Osiris y lo despedazó en catorce trozos, dos veces siete (una cifra que representaba un formidable redoblamiento de la mala suerte de sus enemigos). Los esparció a lo largo del Nilo para que sirviese de alimento a los cocodrilos. “¿No es posible destruir el cuerpo de un dios?”. “¡Yo lo he hecho –porque yo he destruido a Osiris”! dijo Seth riendo, y su risa se oyó en todos los rincones de la Tierra, y todos aquellos quienes la percibieron temblaron, estremeciéndose de terror.
Isis empezó de nuevo su búsqueda, iba acompañada por su hermana Neftis, esposa de Seth, y protegida por siete escorpiones, viajando por el Nilo en una barca de papiro. Los cocodrilos en reverencia a la diosa ni tocaron los trozos de Osiris ni a ella. Por eso en épocas posteriores cuando alguien navegaba por el Nilo en un barco de papiro se creía a salvo de los cocodrilos, pues se pensaba que estos todavía creían que era la diosa en busca de los trozos del cuerpo de su marido.
Poco a poco Isis fue recuperando cada uno de los trozos del cuerpo, envolviéndolos en cera aromatizada, y en cada lugar donde apareció un trozo, Isis entregó a los sacerdotes la figura, obligándoles a jurar que le darían sepultura y venerarían, además de consagrarle el animal que ellos mismos decidiesen al que venerarían con los mismos honores en vida, cuando muriese y tras su muerte. Sólo quedó por recuperar el pene, comido por el lepidoto, el pagro y el oxirrinco, especies de peces que quedaron malditas a partir de ese momento. Nunca más ningún egipcio tocaría o comería pez de esta clase pues estas especies inspiraban terror a los egipcios.
Isis reconstruyó el cuerpo y con su magia también el pene perdido, consagrando así el falo, cuya fiesta celebrarían más tarde los egipcios. Gracias a Anubis realizó los ritos de embalsamamiento para que el dios asesinado pudiera regresar a la vida eterna, convirtiéndose en la primera momia de Egipto, y lo escondió en un lugar que sólo ella conocía y que permanece oculto y secreto.[1]
Mientras Osiris dormía aguardando su renacimiento, Isis se acostó con él y concibió al divino hijo Horus, quien al nacer fue comparado con un halcón cuyos ojos brillaban con la luz del Sol y la Luna.
Resucitado y liberado desde entonces de la amenaza de la muerte, Osiris podría haber recuperado el gobierno del mundo. Pero se sintió entristecido por el poder del mal que había experimentado en la tierra y se retiró al inframundo, para dar la bienvenida en forma efusiva a las almas de los justos y reinar sobre los muertos.
En la mitología egipcia se dice que, cuando Horus llegó a la mayoría de edad, se dispuso a luchar contra Seth para recuperar el trono de su padre. Horus sufrió múltiples heridas, entre ellas la mutilación del ojo izquierdo, en su batalla contra Seth, y éste perdió los testículos.
Horus recuperó su ojo por la intervención de Tot (dios de la sabiduría, la escritura, la música, y los hechizos mágicos) y se lo ofreció como talismán a su padre Osiris para devolverle la vista. También Horus perdió sus manos, cortadas por Isis a causa de Seth. Posteriormente Horus se quedó con todo Egipto, mientras que Seth permaneció como dios del desierto y de los pueblos extranjeros. Así se representa el combate entre la fertilidad del Nilo (Osiris) y la aridez del desierto (Seth).
Algunos autores afirman que este ojo le fue entregado a Horus por su madre Isis, cuando perdió el suyo en un enfrentamiento con su tío Seth. La posesión de este preciado amuleto otorgaba el poder de observar las cosas ocultas El Ojo de Horus, Udyat “el que está completo”, fue un amuleto de características apotropaicas, es decir, mágicas, protectoras, sanadoras, símbolo solar que cura y protege a todos. Horus empleó el ojo para devolver la vida a Osiris.
Por otra parte, el símbolo del ojo de Ra, «aquél que todo lo ve», fue descubierto bajo el decimosegundo estrato de vendas de la tumba de Tutankamón, siendo considerado un amuleto de ayuda para una nueva vida, pero sobre todo para el renacimiento.
Gráficamente está constituido por un ojo con una ceja encima, mientras que debajo de las pestañas está dibujada una espiral, que resbala de derecha a izquierda hacia abajo. Para algunos, representaría el trazo residual del plumaje del halcón, animal del que Horus toma sus rasgos.
Los ojos representaban en la antigüedad tanto la divinidad creadora, luminosa y vigilante como la inmortalidad y, de ese modo, Zeus y asimismo el Dios Padre cristiano se describen como el ojo que todo lo ve.[2]
Sin embargo, a los mortales tal mirada les era imposible. Por tanto, ciegos tenían que ser aquellos que tenían el don de vislumbrar lo que no era visible. Los ojos normales, atraídos por las bellezas sensibles, tenían que cerrarse necesariamente para poder abrirse al conocimiento, es decir, a lo invisible.
La ceguera necesaria de Homero y Tiresias no implicaba deficiencia, sino la verdadera visión que se lograba con un órgano interno, el tercer ojo, allí donde se fraguan las facultades del alma y que sólo se alcanzan cuando se deja de mirar directamente al mundo exterior. Por eso, profetas, adivinos y poetas tenían que ser ciegos. Los seres normales poseen dos ojos. Los excepcionales tres o ninguno. En este contexto, la ceguera es símbolo de una visión extraordinaria que sólo se alcanza con los ojos del alma, abiertos cuando los ojos físicos se cierran para siempre. Por eso escribe Platón el libro VII de La República (475- 470 a.C.), para prescribir la ceguera a los que pretendan aproximarse a la sabiduría.[3]
La razón barroca
Ni la Edad Media que reflejó en su pintura la solidez de sus creencias ni el clasicismo renacentista que inventó la perspectiva para racionalizar los espacios visuales necesitaron elaborar un arte de la mirada.
Sin embargo, el Barroco, época de crisis e incertidumbres, necesitó que ese tercer ojo hiciese visible lo invisible. El gran anhelo del barroco, por tanto, fue mostrar cuestiones aparentemente inaccesibles, invisibles, situadas más allá de la percepción humana. De ahí que, el gran arte de la mirada, se deba al barroco. El barroco no sólo se ha caracterizado por su empeño, bien conceptista o bien culteranista, en retorcer y volver loca la lengua para hacerle decir lo indecible, sino que también pretendió ver lo invisible, desplegando una cierta “locura de ver” (la folie du voir) propia del arte de la mirada del barroco: el exceso de formas visuales.
La razón barroca es, por tanto, una locura de la mirada que se atreve a mirar las razones de lo Otro (restos, excesos, caos, pulsiones y goces), adentrándose para ello, con coraje, en el mundo de la locura y de las sombras que la racionalidad renacentista y luego ilustrada siempre se apresuró a soslayar.
El barroco es caos y exceso, que se sustrae a las totalizaciones racionalistas de la modernidad. De ahí, que el mundo conceptual barroco renuncie a la armonía clásica, profundizando en las escisiones, custodiando los amargos fragmentos que persisten como señas del dolor que supone el avatar humano. En realidad, en el barroco, el sufrimiento y la muerte compadecen ante la mirada como un espectáculo. Por eso, Lacan afirma que: “El barroco es la regulación del alma por la escopia corporal”.[4]
Los habituales temas barrocos sobre la brevedad de la vida y sus desasosiegos; el grito desbordado de la naturaleza frente a la mesura y armonía del ideal de belleza clásico-renacentista; las incertidumbres de la vida, lo trágico de la enfermedad y la muerte; la severa dificultad del libre albedrío requieren una formalización estética que recurra al empleo de las curvas y contra curvas, de formas decorativas aparentemente ilógicas, arbotantes de repisas invertidas, trampas para el ojo.
Apocalipsis now
En ese sentido es barroca Apocalipsis now, la película dirigida por Francis Ford Coppola, la cual toma el hilo argumental del libro de Joseph Conrad El corazón de las tinieblas y, al igual que en El ciudadano de Orson Welles, plantea la obsesión de un personaje del que comenzamos sabiendo poco más que un nombre, el coronel Kurtz, desaparecido en la zona de Vietnam donde estaba destinado.[5] La película narra el viaje que lleva a cabo el capitán Benjamin Willard (Martin Sheen), un oficial de los servicios de inteligencia del ejército estadounidense al que se le ha encargado, en Camboya, la peligrosa misión de matar a Kurtz. A medida que Willard y los tripulantes del barco patrulla que lo escoltan se alejan río arriba, la supuesta locura de Kurtz se apodera de cada uno de ellos porque se trataba, en las palabras de Coppola, de “la urgencia, la demencia, el regocijo, el horror, la sensualidad y el dilema moral de la guerra más surrealista y catastrófica de América”.
En la profundidad de la selva, en un campamento sembrado de cabezas cortadas y cadáveres putrefactos, Kurtz es una enorme y enigmática figura que conduce de un modo despótico a los miembros de la tribu Montagnard, una etnia de la sierra vietnamita que Estados Unidos movilizó como mercenarios contra las fuerzas nacionales de liberación y que lo adoran como a un dios.
La guerra de Vietnam, donde murieron más de cinco millones de vietnamitas y cerca de cien mil soldados norteamericanos, tenía un nuevo nombre y un nuevo rostro: Kurtz interpretado por Marlon Brando. Y es a éste a quien debemos precisamente la última trampa intertextual de la película, pues durante uno de los encuentros entre Kurtz y Willard, el primero recita, como por casualidad, partes del poema de The Hollow Men, de T.S. Eliot, un poema que comienza con una cita de El corazón de las tinieblas que dice “El señor Kurtz—muerto”. De esa forma la voz de Kurtz contamina el poema de Eliot, una elegía sobre la desesperanza y el vacío tras la Primera Guerra Mundial, y el poema de Eliot también contamina la voz del Kurtz interpretado por Marlon Brando:
“Somos los hombres huecos
Somos los hombres rellenos Apoyados unos en otros
La cabeza llena de paja. Ay
Nuestras voces resecas, cuando Susurramos juntos
Son tranquilas y sin sentido
Como el viento en la hierba seca
O patas de ratas sobre cristal roto
En la bodega seca de nuestras provisiones”.
Kurtz vio la cara del horror con nitidez cristalina y por eso, cuando se enfrentó a ella por última vez, en los labios de un Kurtz que agoniza en una enigmática Angkor tragada por las selvas de Camboya, sólo habita con absoluto dominio la potencia angustiosa del horror.
Willard, semidesnudo, reposa sobre la cama de un hotel en Saigón. Cuando lo vemos por primera vez, su rostro aparece invertido en la pantalla, mirando a uno y otro lado del paisaje ardiente y superpuesto al plano del incendio de la selva de palmeras con el que comienza Apocalypse now. La cara de Willard ocupa algo más de la mitad izquierda de la pantalla. Unos instantes después, cuando Jim Morrison canta “¿puedes ver lo que será?” se añade, superpuesto también, un primer plano de una gran cara de piedra, un Buda ciego en forma invertida, que llenará el resto de la pantalla. El incendio de fondo con los helicópteros de la guerra ‒que se asemejan a insectos monstruosos‒ arrojando napalm y la canción The End de los Doors ha adquirido un aspecto infernal: This is the end…beautiful friend /This is the end…beautiful friend. Los helicópteros y el humo derivado del incendio muestran que la selva ya no es virgen, la pureza ha sido devastada solo como una Guerra puede hacerlo.
Willard y la Medusa
Resulta indiscutible que Willard y el rostro de piedra tienen una relación especular. Pero, ¿qué es ese rostro de piedra? La clave podemos encontrarla en la tradición mitológica y religiosa griega y romana, y más exactamente en los mitos de Perseo y Medusa.
Ovidio, en las Metamorfosis, relata el descenso de Perseo a la morada de las Gorgonas, el mismo Hades según algunas fuentes literarias, para llevar a cabo una hazaña memorable. Cuenta el propio Perseo que alcanzó las mansiones de las Gorgonas, y que por todas partes vio a lo largo de los campos y de los caminos imágenes de hombres y de fieras convertidas en piedra por la contemplación de la Medusa; que él, sin embargo, había visto la figura de la terrorífica Medusa reflejada en el bronce del escudo que portaba en su mano izquierda y que, mientras un pesado sueño se adueñaba de las culebras y de ella misma, le arrancó la cabeza del cuello.
Las Gorgonas, una de las cuales es Medusa, representan para los griegos, como dice Jean- Pierre Vernant, “el extremo del horror”. La cabeza alargada y redonda recuerda una cara leonina, los ojos están desorbitados, la mirada es fija y penetrante, la cabellera está erizada de serpientes, la boca abierta en un rictus ocupa todo el ancho de la cara y muestra varias hileras de dientes con caninos de león o colmillos de jabalí, la lengua se proyecta hasta salir de la boca. No debe extrañar, pues, que Homero, en la Odisea, diga que la cabeza de Gorgona produce un “monstruoso terror” y la contemplación de la cara del horror, de Medusa, deja a uno petrificado.
La Gorgona aparece en los escudos de Atenea y Agamenón. Según la Ilíada, la máscara y el ojo de la Gorgona operan en un contexto definido; “forman parte de los pertrechos, los gestos e incluso la expresión del guerrero (hombre o dios) poseído por el ménos, la furia bélica; concentran de alguna manera el poder mortífero que irradia el combatiente armado, dispuesto a mostrar en la lid el vigor extraordinario, la fortaleza que posee. El brillo de la mirada se une al resplandor del bronce deslumbrante; el rayo parte de la armadura y el casco para sembrar el pánico hasta el cielo. La grotesca boca del monstruo, abierta de par en par, evoca el grito de guerra que Aquiles, resplandeciente bajo la llama que Atenea hace brotar de su cabeza, profiere tres veces antes de lanzarse a la batalla”.[6]

Caravaggio: Medusa, Galería Uffizi, Florencia
Píndaro afirma que de las enormes fauces de la Gorgonas que perseguían a Perseo se elevaba un chillido agudo y que los gritos salían tanto de las bocas de las jóvenes como de las horribles cabezas de serpientes que las acompañaban. Ese grito agudo, inhumano es el mismo grito de ultratumba que sale de las bocas de los muertos en el Hades.
Es necesario insistir en un detalle significativo para subrayar, en el doble registro visual y auditivo, los vínculos entre la máscara de la Gorgona y la mímica facial del combatiente en el frenesí de la guerra.

Perseo con la cabeza de Medusa, por Benvenuto Cellini, Piazza della Signoria, Florencia
En El escudo, un texto de Hesíodo, se describen las serpientes que llevan las Gorgonas, lanzadas a los talones de Perseo, y dice que esos monstruos “proyectaban sus lenguas y hacían crujir sus dientes con furia lanzando miradas salvajes”. Cuando Aquiles, con el brillo deslumbrante de sus armas, echa rayos de fuego de los ojos, hace crujir los dientes, aprieta las mandíbulas y lanza un grito de guerra, muestra una expresión similar a la máscara de la Gorgona.
“La cara de Gorgo es una máscara; pero en lugar de colocársela para remedar al dios, basta que la figura te mire a los ojos para producir el efecto de máscara. Como si la máscara sólo se hubiera caído de tu cara, sólo se hubiera separado para colocarse frente a tí, como tu sombra o reflejo sin que puedas hacer nada para apartarte. Es tu mirada la que ha quedado atrapada en la máscara. La cara de Gorgo es el Otro, tu propio doble, el Forastero, la recíproca de tu cara como una imagen en el espejo (…) pero una imagen que es más y menos que tú, simple reflejo y realidad del más allá, una imagen que te atrapa porque, en lugar de devolverte la apariencia de tu propio rostro, de refractar tu mirada, representa en su mueca el espantoso terror de una alteridad radical con la cual te identificarás al convertirte en piedra.”.[7]
Willard, en la habitación del hotel de Saigón se coloca delante del espejo, y de un puñetazo lo rompe. Esta acción tendrá consecuencias fatales. Porque Willard se ha quedado sin escudo, sin protección contra la visión del horror justo cuando va a iniciar su descenso al Hades, pues eso es el Angkor que habita Kurtz, un paraje infernal ricamente sembrado de cabezas sin cuerpo como el Hades de la Odisea.
Pero además de cabezas humanas, en el campamento de Kurtz se erigen descomunales caras de piedra esculpidas sobre enormes columnas o en muros de piedra. Así es Angkor. Y no hay que olvidar que Kurtz, en un momento, como dijimos, aparece leyendo The hollow men de T.S. Eliot, poema en el que se habla de la tierra muerta, del reino de la muerte, donde se levantan imágenes de piedra.
El río navegado lleva al corazón mismo de las tinieblas, un lejano y desapacible lugar selvático donde Kurtz expira. Pero durante el breve instante de “este momento supremo de completo conocimiento”, Kurtz gime en un susurro que no pasa de una respiración, por dos veces, a alguna imagen, a alguna visión:
«The horror!, The horror!». Porque el horror tiene cara. Y esa cara contrae, congela, destruye por completo el alma de cualquiera sobre el que caiga la terrible calamidad de encontrársela de frente.[8]
Perseo nos enseñó el truco: cualquier horror es soportable a la mirada, incluso hasta el punto de que no tengamos que dejar de cenar o de ojear un libro, si ese horror lo contemplamos reflejado en un espejo, en el espejo de la televisión, el espejo protector del horror, del miedo. Porque la cara del horror, la cabeza de Medusa, vista en un espejo, no es insoportable, no da miedo. Y es que sólo tiene el poder de petrificar si se le mira directamente a los ojos.
La angustia no puede sino referirse al superyó ya que ella se manifiesta ante la presencia de esa mirada de saber dirigida al sujeto, ante la certeza de que el superyó tiene al sujeto “en la mira”. En este sentido Lacan se refiere a esa superstición tan difundida denominada “mal de ojo”, una supuesta capacidad “sobrenatural” del ojo de influir a distancia a las personas, animales, plantas o cosas, en virtud del poder de la mirada. Al mismo tiempo afirma que no existe el buen ojo: “Cuando uno piensa en la universalidad del mal de ojo, llama la atención que en ninguna parte haya la menor huella de un buen ojo, de un ojo que bendice. ¿Qué significa esto, sino que el ojo entraña la función mortal de estar dotado de por sí […] de un poder separador?”.[9]
Se llama efecto apotropaico (del griego ἀποτρόπαιος, alejamiento) al mecanismo de defensa que la superstición o las pseudociencias atribuyen a determinados actos, rituales, objetos o frases que tienen la finalidad de alejar el mal (por ejemplo el mal de ojo) o proteger de él o de los malos espíritus o de una acción mágica maligna.
Es por ello que Lacan sostiene que “[…] se trata de despojar al mal de ojo de la mirada, para conjurarlo. El mal de ojo es el fascinum, es aquello cuyo efecto es detener el movimiento y, literalmente, matar a la vida. En el momento en que el sujeto suspende su gesto, está mortificado”.[10]
El vocablo fascinar proviene del latín fascinare (encantar, hechizar), verbo que deriva del sustantivo fascinum (encantamiento o hechizo) y que comúnmente también pasó a denominar a un amuleto en forma de falo que fue omnipresente en la antigua Roma y que muchos llevaban para protegerse del mal de ojo. Cuando un general celebraba un triunfo, las vestales colgaban una efigie del fascinus en la parte inferior de su carro para protegerlo de la invidia.[11] Agustín de Hipona comentaba que una imagen fálica era llevada en procesión cada año en la fiesta del Liber Pater, el dios romano identificado con Dioniso o Baco, con la finalidad de proteger los campos de la compulsión mágica del fascinatio. También Virgilio en su Égloga 3,103 dice: Nescio quis teneros oculus mihi fascinat agnos (No sé qué ojo maleficia mis tiernos corderos).
En la segunda oda dedicada a Juan de Grial, Fray Luis de León (1527-1591) en ese momento encarcelado por la Inquisición‒ escribe:
Recoge ya en el seno
el campo su hermosura, el cielo aoja con luz triste el ameno
verdor, y hoja a hoja
las cimas de los árboles despoja.[12]
Esta composición alude al final del otoño, expresa el dolor que siente el autor y describe el cambio de estación, de otoño a invierno, dónde podemos ver claramente, cómo se transforma la naturaleza, que pasa a ser un paisaje triste, desolador ya que la expresión “[…] las cimas de los árboles despoja’’ indica que los árboles pierden sus hojas. En estos versos la palabra “aoja” es equivalente al verbo “secar” y en última instancia remite a la muerte. Decaimiento, astenia, sudoración profunda y anorexia eran algunos de los síntomas descriptos en el “mal de ojo” y todo el proceso culminaba en la muerte. El “aojado” se iba poco a poco “secando” hasta morir.
Esta sequedad, que consume progresivamente el cuerpo del “aojado”, es una nota característica de todos los afectados por el “mal de ojo” y en la siguiente referencia se puede observar cómo es tratada en forma humorística por Quevedo: “Yo me iba determinando a quebrar el ayuno, y llegué con esto a la esquina de la calle de San Luis, adonde vivía un pastelero. Asomábase uno de a ocho tostado, y con aquel resuello del horno tropezóme en las narices, y al instante me quedé del modo que andaba como el perro perdiguero con el aliento de la caza, puestos en él los ojos. Le miré con tanto ahínco que se secó el pastel como un aojado”.[13]
Para comprender la fascinación es necesario recordar que en la época de Galeno se pensaba que la visión podía surgir de dos maneras: o bien enviando espíritus fuera de los ojos para recoger la imagen del objeto y luego retornar al punto de partida o bien el objeto enviaba su imagen dentro del ojo. Se discutía entonces si la mirada era acción o pasión. Por supuesto el aojamiento era necesario explicarlo por una concepción ligada a la pasión.
La enseñanza que el mito de Tótem y tabú propone puede articularse con el de la Medusa para esclarecer lo que sucede en el campo escópico. En ambos, la mirada petrificante no se extingue con la muerte sino que, por el contrario, se desprende del sujeto para retornar como mirada del superyó que es un mandato de goce y por ello es causa de angustia. El saber de la mirada es entonces el del superyó que, parafraseando a Freud, “lo ve y lo sabe todo”. Como señala Daniel Gerber: “Lo ve y lo sabe todo, podría agregarse, en relación con el goce”.
Es por esto que sobre este saber de la mirada omnividente debe colocarse la tachadura que indica la falta para mantener la escisión entre visión y la mirada que tiene el lugar de objeto inaccesible. Esa tachadura es la que señala la pregunta acuciante que un padre que sueña escucha de su hijo ya muerto en la trascripción que hace Freud: “Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?”. Más allá del aparente reproche que allí se escucha, es preciso tomar en cuenta eso que el hijo le señala al padre: “no ves”.
“Efectivamente, el padre no ve, ningún padre puede ver todo, saber todo. El Otro no sabe y no goza; no sabe y no goza porque, en última instancia, no existe. Y la mirada, esa mirada de Medusa no es sino un resto del encuentro siempre fallido con él, un desecho que ha tomado el lugar de lo imposible”[14]
Conclusión
Poco a poco Willard se irá internando en una obscuridad aterradora a bordo de una embarcación a la que, tras franquear el puente de Do Lung, le han pintado en la popa el nombre de Erebus[15], la personificación de las sombras y las tinieblas infernales para los griegos. Cuando finalmente Willard se enfrenta con la cara del horror, como ha cometido la imprudencia o la torpeza de romper su escudo, su protección reflectante, tendrá que mirarla directamente.
Y entonces, como todos los que contemplan de frente a Medusa, queda petrificado: en el último plano de la película, sobre un fondo oscuro, negro, vuelve a aparecer la misma cara de piedra del principio. De pronto, en medio de la pantalla, emerge la obscurecida cara de Willard, ya no boca abajo sino enderezada y que, poco a poco, irá desplazándose hacia la derecha. Cuando los ojos y la cara de Willard se superponen a los ojos y la cara de piedra, aquélla se confunde hasta fundirse por completo con ésta. Al final, sólo queda la cara de piedra, la cara de quien ha visto el horror y se ha petrificado y la película acaba con esa visión y la voz de Willard (imitando la de Kurtz) susurrando, a medida que aparece la cara esculpida: the horror, the horror.
La película de Coppola delimita una frontera. ¿Algo podrá escapar a ese destino, desastroso, funesto y oscuro? Hay quienes dicen “No” al horror que impone el corazón de las tinieblas: Primo Levi, Varlam Shalamov, Rithy Panh…[16]
Para concluir, son pertinentes las palabras del poeta:
“¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
De polvo y tiempo y sueño y agonías?”.[17]
[1] Jacques Lacan: “La dirección de la cura y los principios de su poder”, Escritos II, Ed. Sigloveintiuno editores, Buenos Aires, 2008, pág. 599. En este escrito Lacan se refiere al “falo perdido de Osiris embalsamado”.
[2] En la mayoría de las tradiciones Zeus aparece casado con su hermana Hera. Cuando esta recibió a Ío (una amante de Zeus), la dejó a cargo de Argos para mantenerla apartada de quien gobernaba a los dioses del Olimpo. Este ordenó entonces a Hermes a matar a Argos (un gigante con múltiples ojos), quien disfrazado de pastor logró que los cien ojos de Argos cayesen dormidos con historias aburridas y entonces lo mató con una piedra afilada, rescatando así a Ío. Según Ovidio, cuando Hera se enteró de la muerte de Argos, puso sus ojos en el plumaje del pavo real.
Por otra parte, Lamia era una reina de Libia a quien Zeus amaba. Hera la transformó en un monstruo, mató a sus hijos y fue maldecida con la imposibilidad de cerrar sus ojos, de forma que siempre estuviese obsesionada con la imagen de sus hijos muertos. Zeus le otorgó el poder sacarse los ojos para descansar para más tarde volver a ponérselos.
[3] Cf. Carlos Soldevilla Pérez: “El trasfondo barroco del psicoanálisis”, en Arbor, Ciencia, Pensamiento y Cultura, Madrid, enero-febrero de 2007.
[4] Esto significa que el alma en el barroco sólo se muestra a través del cuerpo, a través de su iluminación por la gracia divina y la transfiguración correspondiente.
[5] Coppola adaptó el argumento de la novela de Joseph Conrad El corazón de las tinieblas, ambientada en el África colonial del siglo XIX, a la invasión estadounidense de Vietnam.
[6] Jean-Pierre Vernant: La muerte en los ojos, Gedisa editorial, Barcelona, 2001, pág. 56.
[7] Ibíd., pág. 105.
[8] Vicente Domínguez: “La cabeza de Medusa: el miedo, el espejo y la muerte”, en Vicente
Domínguez (ed.), Los dominios del miedo, Biblioteca Nueva, Madrid, 2002, pág. 26.
[9] Jacques Lacan: El Seminario, Libro XI: Los cuatro conceptos fundamentales. Ed. Paidós, Buenos Aires, pág. 122.
[10] Ibíd., pág. 124. Cabe señalar que Enrique de Villena (1384-1434), maestre de la orden de Calatrava, escribió en 1425 un tratado sobre el “mal de ojo” dirigido a Juan Fernández de Valera, donde afirma que los facultativos lo llamaban “fascinación”, del latín fascinum.
[11] La forma neutra fascinum es utilizada con mayor frecuencia para los objetos o maleficios o encantamientos mágicos, y el masculino fascinus para el dios.
[12] Fray Luis de León: Poesías, Ed. Planeta, Barcelona, 1980, pág. 32.
[13] Francisco de Quevedo: El Buscón, Ed. EDAF, Barcelona, 2001, pág.140.
[14] Ibíd.
[15] Vicente Domínguez aclara que Erebus era el nombre de un barco de la armada inglesa que, junto con el Terror, Joseph Conrad cita al principio de Heart of Darkness. Ambos barcos integraron la expedición que John Franklin emprendió en 1845 a la búsqueda de un paso por el noroeste ártico. Un error fatal llevó a los dos barcos hacia un mar de hielo infranqueable donde finalmente todos los integrantes de la expedición hallaron una muerte horrorosa.
[16] Yves Depelsenaire: El reverso del decorado, UNSAM EDITA, Buenos Aires, 2018, pág. 49.
[17] Jorge L. Borges: El hacedor, en Obra poética, Alianza, Madrid, 1979, p. 125.
[1] Durante el operativo militar Tailwind el 14 de septiembre de 1970, tropas de Estados Unidos atacaron una aldea cercana al pueblo laosiano de Chavan, a unos 100 kilómetros de la frontera con Vietnam, con un compuesto organofosforado, el gas neurotóxico sarín. Emplearon esa sustancia contra civiles, desertores estadounidenses y luchadores de liberación de los ejércitos de Vietnam y Laos.